lunes, 3 de noviembre de 2008

Gabriel García Márquez, ¿Todo cuento es un cuento chino?

Gabriel García Márquez, ¿Todo cuento es un cuento chino?

Gabriel García Márquez


Escribir una novela es pegar ladrillos. Escribir un cuento es vaciar en concreto. No sé de quién es esa frase certera. La he escuchado y repetido desde hace tanto tiempo sin que nadie la reclame, que a lo mejor termino creyendo que es mía. Hay otra comparación que es pariente pobre de la anterior: el cuento es una flecha en el centro del blanco y la novela es cazar conejos. En todo caso esta pregunta del lector ofrece una buena ocasión para dar vueltas una vez más, como siempre, sobre las diferencias de dos géneros literarios distintos y sin embargo confundibles. Una razón de eso puede ser el despiste de atribuirle las diferencias a la longitud del texto, con distinciones de géneros entre cuento corto y cuento largo. La diferencia es válida entre un cuento y otro, pero no entre cuento y novela.
El cuento más corto que conozco es del guatemalteco Augusto Monterroso, reciente premio Príncipe de Asturias. Dice así: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí".
Nada más. Hay otro de Las mil y una noches, cuyo texto no tengo a la mano, y que me produce retortijones de envidia. Es el cuento de un pescador que le pide prestado un plomo para su red a la mujer de otro pescador, con la promesa de regalarle a cambio el primer pescado que saque, y cuando ella lo recibe y lo abre para freírlo le encuentra en el estómago un diamante del tamaño de una almendra.
Más que el cuento mismo, alucinante por su sencillez, éste me interesa ahora porque plantea otro de los misterios del género: si la que presta el plomo no fuera una mujer sino otro hombre, el cuento perdería su encanto: no existiría. ¿Por qué? ¡Quién sabe! Un misterio más de un género misterioso por excelencia.
Las Novelas ejemplares de Cervantes son de veras ejemplares, pero algunas no son novelas. En cambio Joseph Conrad escribió Los duelistas, un cuento también ejemplar con más de ciento veinte páginas, que suele confundirse con una novela por su longitud. El director Ridley Scott lo convirtió en una película excelente sin alterar su identidad de cuento. Lo tonto a estas alturas sería preguntarnos si a Conrad le habría importado un pito que lo confundieran.
La intensidad y la unidad interna son esenciales en un cuento y no tanto en la novela, que por fortuna tiene otros recursos para convencer. Por lo mismo, cuando uno acaba de leer un cuento puede imaginarse lo que se le ocurra del antes y el después, y todo eso seguirá siendo parte de la materia y la magia de lo que leyó. La novela, en cambio, debe llevar todo dentro. Podría decirse, sin tirar la toalla, que la diferencia en última instancia podría ser tan subjetiva como tantas bellezas de la vida real.
Buenos ejemplos de cuentos compactos e intensos son dos joyas del género: "La pata de mono", de W.W. Jacobs, y "El hombre en la calle", de Georges Simenon. El cuento policíaco, en su mundo aparte, sobrevive sin ser invitado porque la mayoría de sus adictos se interesan más en la trama que en el misterio. Salvo en el muy antiguo y nunca superado Edipo rey, de Sófocles, un drama griego que tiene la unidad y la tensión de un cuento, en el cual el detective descubre que él mismo es el asesino de su padre.
El cuento parece ser el género natural de la humanidad por su incorporación espontánea a la vida cotidiana. Tal vez lo inventó sin saberlo el primer hombre de las cavernas que salió a cazar una tarde y no regresó hasta el día siguiente con la excusa de haber librado un combate a muerte con una fiera enloquecida por el hambre. En cambio, lo que hizo su mujer cuando se dio cuenta de que el heroísmo de su hombre no era más que un cuento chino pudo ser la primera y quizás la novela más larga del siglo de piedra.
No sé qué decir sobre la suposición de que el cuento sea una pausa de refresco entre dos novelas, pero podría ser una especulación teórica que nada tiene que ver con mis experiencias de escritor. Tanteando en las tinieblas me atrevería a pensar que no son pocos los escritores que han intentado los dos géneros al mismo tiempo y no muchas veces con la misma fortuna en ambos. Es el caso de William Somerset Maugham, cuyas obras -como las de Hemingway- son más conocidas por el cine. Entre sus cuentos numerosos no se puede olvidar "P&O" -siglas de la compañía de navegación Pacific and Orient- que es el drama terrible y patético de un rico colono inglés que muere de un hipo implacable en mitad del océano Índico.
Ernest Hemingway es un caso similar. Tan conocido por el cine como por sus libros, podría quedarse en la historia de la literatura sólo por algunos cuentos magistrales. Estudiando su vida se piensa que su vocación y su talento verdaderos fueron para el cuento corto. Los mejores, para mi gusto, no son los más apreciados ni los más largos. Al contrario, dos de ellos son de los más cortos -"Un canario para regalo" y "Un gato bajo la lluvia"-, y el tercero, largo y consagratorio, "La breve vida feliz de Francis Macomber".
Sobre la otra suposición de que el cuento puede ser un género de práctica para emprender una novela, confieso que lo hice y no me fue mal para aprender a escribir El otoño del patriarca. Tenía la mente atascada en la fórmula tradicional de Cien años de soledad, en la que había trabajado sin levantar cabeza durante dos años. Todo lo que trataba de escribir me salía igual y no lograba evolucionar para un libro distinto. Sin embargo, el mundo del dictador eterno, resuelto y escrito con el estilo juicioso de los libros anteriores, habrían sido no menos de dos mil páginas de rollos indigestos e inútiles. Así que decidí buscar a cualquier riesgo una prosa comprimida que me sacara de la trampa académica para invitar al lector a una aventura nueva.
Creí haber encontrado la solución a través de una serie de apuntes e ideas de cuentos aplazados, que sometí sin el menor pudor a toda clase de arbitrariedades formales hasta encontrar la que buscaba para el nuevo libro. Son cuentos experimentales que trabajé más de un año y se publicaron después con vida propia en el libro de La cándida Eréndira: "Blacamán el bueno vendedor de milagros", "El último viaje del buque fantasma", que es una sola frase sin más puntuación que las mínimas comas para respirar, y otros que no pasaron el examen y duermen el sueño de los justos en el cajón de la basura. Así encontré el embrión de El otoño..., que es una ensalada rusa de experimentos copiados de otros escritores malos o buenos del siglo pasado. Frases que habrían exigido decenas de páginas están resueltas en dos o tres para decir lo mismo, saltando matones, mediante la violación consciente de los códigos parsimoniosos y la gramática dictatorial de las academias.
El libro, de salida, fue un desastre comercial. Muchos lectores fieles de Cien años... se sintieron defraudados y pretendían que el librero les devolviera la plata. Para colmo de peras en el olmo la edición española se desbarataba en las manos por un defecto de fábrica, y un amigo me consoló con un buen chiste: "Leí el otoño hoja por hoja". Muchos persistieron en la lectura, otros la lograron a medias y con el tiempo quedaron suficientes cautivos para que no me diera pena seguir en el oficio. Hoy es mi libro más escudriñado en universidades de diversos países, y las nuevas generaciones pueden leerlo como si fuera el crepúsculo de un Tarzán de doscientos años. Si alguien protesta y lo tira por la ventana es porque no le gusta pero no porque no lo entienda. Y a veces, por fortuna, no ha faltado alguien que lo recoja del suelo.

Fuente: CiudadSeva.com

Felisberto Hernández, consejos de escritores

Felisberto Hernández, consejos de escritores, Sobre sus cuentos

Filiberto Hernandez


Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos.
No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Eso me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.
Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda.

miércoles, 25 de junio de 2008

Consejos literarios de Charles Baudelaire

Consejos literarios de Charles Baudelaire

Charles Baudelaire


Los preceptos que se van a leer son fruto de la experiencia; la experiencia implica una cierta suma de equivocaciones; y como cada cual las ha cometido –todas o poco menos-, espero que mi experiencia será verificada por la de cada cual.

De la suerte y de la mala suerte en los comienzos

Los escritores jovenes que hablando de un colega novel dicen con acento matizado de envidia: "¡Ha comenzado bien, ha tenido una suerte loca!", no reflexionan que todo comienzo está siempre precedido y es el resultado de otros veinte comienzos que no se conocen.
(...) creo más bien que el éxito es, en una proporción aritmética o geométrica, según la fuerza del escritor, el resultado de éxitos anteriores, a menudo invisibles a simple vista. Hay una lenta agregación de éxitos moleculares; pero generaciones espontáneas y milagrosas jamás.
Los que dicen: "Yo tengo mala suerte", son los que todavía no han tenido suficientes éxitos y lo ignoran.
Libertad y fatalidad son dos contrarios; vistas de cerca y de lejos son una sola voluntad.
Y es por eso que no hay mala suerte. Si hay mala suerte, es que nos falta algo: ese algo hay que conocerlo y estudiar el juego de las voluntades vecinas para desplazar más fácilmente la circunferencia.

De los salarios

Por hermosa que sea una casa es ante todo -y antes de que su belleza quede demostrada- tantos metros de frente por tantos de fondo. De igual modo la literatura, que es la materia más inapreciable, es ante todo una serie de columnas escritas; y el arquitecto literario, cuyo sólo nombre no es una probabilidad de beneficio, debe vender a cualquier precio.
Hay jóvenes que dicen: "Ya que esto vale tan poco, ¿para qué tomarse tanto trabajo?" Hubieran podido entregar trabajo del mejor; y en ese caso sólo hubieran sido estafados por la necesidad actual, por la ley de la naturaleza; pero se han estafado a sí mismos. Mal pagados, hubieran podido honrarse con ello; mal pagados, se han deshonrado.
Resumo todo lo que podría escribir sobre este asunto en esta máxima suprema, que entrego a la meditación de todos los filósofos, de todos los historiadores y de todos los hombres de negocios: "¡Sólo es con los buenos sentimientos con los que se llega a la fortuna!"
Los que dicen: "¡Para qué devanarse los sesos por tan poco!" son los mismos que más tarde quieren vender sus libros a doscientos francos el pliego, y rechazados, vuelven al día siguiente a ofrecerlo con cien francos de pérdida.
El hombre razonable es el que dice: "Yo creo que esto vale tanto, porque tengo genio; pero si hay que hacer algunas concesiones, las haré, para tener el honor de ser de los vuestros".

De las simpatías y de las antipatías

En amor como en literatura, las simpatías son involuntarias; no obstante, necesitan ser verificadas, y la razón tiene ulteriormente su parte.
Las verdaderas simpatías son excelentes, pues son dos en uno; las falsas son detestables, pues no hacen más que uno, menos la indiferencia primitiva, que vale más que el odio, consecuencia necesaria del engaño y de la desilusión.
Por eso yo admiro y admito la camaradería, siempre que esté fundada en relaciones esenciales de razón y de temperamento. Entonces es una de las santas manifestaciones de la naturaleza, una de las numerosas aplicaciones de ese proverbio sagrado: la unión hace la fuerza.
La misma ley de franqueza y de ingenuidad debe regir las antipatías. Sin embargo, hay gentes que se fabrican así odios como admiraciones, aturdidamente. Y esto es algo muy imprudente; es hacerse de un enemigo, sin beneficio ni provecho. Un golpe fallido no deja por eso de herir al menos en el corazón al rival a quien se le destinaba, sin contar que puede herir a derecha e izquierda a alguno de los testigos del combate.
Un día, durante una lección de esgrima, vino a molestarme un acreedor; yo lo perseguí por la escalera, a golpes de florete. Cuando volví, el maestro de armas, un gigante pacífico que me hubiera tirado al suelo de un soplido, me dijo: "¡Cómo prodiga usted su antipatía! ¡Un poeta! ¡Un filósofo! ¡Ah, que no se diga!" Yo había perdido el tiempo de dos asaltos, estaba sofocado, avergonzado y despreciado por un hombre más, el acreedor, a quien no había podido hacer gran cosa.
En efecto, el odio es un licor precioso, un veneno más caro que el de los Borgia, pues está hecho con nuestra sangre, nuestra salud, nuestro sueño ¡y los dos tercios de nuestro amor! ¡Hay que guardarlo avaramente!

Del vapuleo

El vapuleo no debe practicarse más que contra los secuaces del error. Si somos fuertes, nos perdemos atacando a un hombre fuerte; aunque disintamos en algunos puntos, él será siempre de los nuestros en ciertas ocasiones.
Hay dos métodos de vapuleo: en línea curva y en línea recta, que es el camino más corto. (...) La línea curva divierte a la galería, pero no la instruye.
La línea recta... consiste en decir: "El señor X... es un hombre deshonesto y además un imbécil; cosa que voy a probar" -¡y a probarla!-; primero..., segundo..., tercero...etc. Recomiendo este método a quienes tengan fe en la razón y buenos puños.
Un vapuleo fallido es un accidente deplorable, es una flecha que vuelve al punto de partida, o al menos, que nos desgarra la mano al partir; una bala cuyo rebote puede matarnos.

De los métodos de composición

Hoy por hoy hay que producir mucho, de modo que hay que andar de prisa; de modo que hay que apresurarse lentamente; pues es menester que todos los golpes lleguen y que ni un solo toque sea inútil.
Para escribir rápido, hay que haber pensado mucho; haber llevado consigo un tema en el paseo, en el baño, en el restaurante, y casi en casa de la querida. (...)
Cubrir una tela no es cargarla de colores, es esbozar de modo liviano, disponer las masas en tono ligero y transparentes. La tela debe estar cubierta -en espíritu- en el momento en que el escritor toma la pluma para escribir el título.
Se dice que Balzac ennegrece sus manuscritos y sus pruebas de manera fantástica y desordenada. Una novela pasa entonces por una serie de génesis, en los que se dispersa, no sólo la unidad de la frase, sino también la de la obra. Sin duda es este mal método el que da a menudo a su estilo ese no se qué de difuso, de atropellado y de embrollado, que es el único defecto de ese gran historiador.

Del trabajo diario y de la inspiración

Una alimentación muy sustanciosa, pero regular, es la única cosa necesaria para los escritores fecundos. Decididamente, la inspiración es hermana del trabajo cotidiano. Estos dos contrarios no se excluyen en absoluto, como todos los contrarios que constituyen la naturaleza. La inspiración obedece, como el hombre, como la digestión, como el sueño. (...) Si se consiente en vivir en una contemplación tenaz de la obra futura, el trabajo diario servirá a la inspiración, como una escritura legible sirve para aclarar el pensamiento, y como el pensamiento calmo y poderoso sirve para escribir legiblemente, pues ya pasó el tiempo de la mala letra.

De la poesía

En cuanto a los que se entregan o se han entregado con éxito a la poesía, yo les aconsejo que no la abandonen jamás. La poesía es una de las artes que más reportan; pero es una especie de colocación cuyos intereses sólo se cobran tarde; en compensación, muy crecidos.
Desafío a los envidiosos a que me citen buenos versos que hayan arruinado a un editor.
(...)
¿Por lo demás, qué tiene de sorprendente, puesto que todo hombre sano puede pasarse dos días sin comer, pero nunca sin poesía?
El arte que satisface la necesidad más imperiosa será siempre el más honrado.

De los acreedores

(...) Que el desorden haya acompañado a veces al genio, lo único que prueba es que el genio es terriblemente fuerte; por desgracia, para muchos jóvenes, ese título expresaba no un accidente, sino una necesidad.
Yo dudo mucho que Goethe haya tenido acreedores (...). No tengan acreedores jamás; a lo sumo, hagan como si los tuvieran, que es todo lo que puedo permitirles.

De las queridas

Si quiero acatar la ley de los contrastes, que gobierna el orden moral y el orden físico, me veo obligado a ubicar entre las mujeres peligrosas para los hombres de letras, a la mujer honesta, a la literata y a la actriz; la mujer honesta, porque pertenece necesariamente a dos hombres y es un mediocre pábulo para el alma despótica de un poeta; la literata, porque es un hombre fallido; la actriz, porque está barnizada de literatura y habla en "argot"; en fin, porque no es una mujer en toda la acepción de la palabra, ya que el público le resulta algo más preciosos que el amor.
(...)
Porque todos los verdaderos literatos sienten horror por la literatura en determinados momentos, por eso, yo no admito para ellos -almas libres y orgullosas, espíritus fatigados que siempre necesitan reposar al séptimo día-, más que dos clases posibles de mujeres: las bobas o las mujerzuelas, la olla casera o el amor.
-Hermanos, ¿hay necesidad de exponer las razones?

15 de abril de 1846

Fuente: dreamers.com/manuscritos/docs/manuales/manual033.htm

Breves consejos de Onetti y Falkner

Breves consejos de Onetti y Falkner

Consultado Juan Carlos Onetti (Uruguay, 1909) acerca de sus formulas para escribir, seguramente cansando, dado que no era una persona fácil, dijo:

"Para escribir bien, no sirve leer, no sirve fumar, no sirve el alcohol, no sirve dormir, no sirve caminar, no sirve hacer el amor, no sirve sufrir. Lo único que sirve es escribir".

Toda una declaración de principios. En la misma linea, el maestro William Faulkner, referente de Juan Carlos Onetti, dijo que para ser buen escritor se necesita:

"99 por ciento talento, 99 por ciento disciplina, 99 por ciento trabajo. Nunca debes estar contento con lo que haces. Nunca es tan bueno como pudiera serlo. Siempre debes soñar y apuntar más alto que lo que sabes que puedes hacer. No te preocupes por ser mejor que tus contemporaneos o que tus antecesores. Trata ser mejor que tu mismo".

En estos consejos surge la exigencia del trabajo como motor hacia la excelencia. En sintesis, para escribir bien, escribe!

C. S. para Consejos de Escritores